Una
puerta roja era la consigna. Encontrarnos en la puerta roja. Encontrarnos con
un desconocido con quien, sin embargo, ya habíamos tenido lo que suele llamarse
intimidad.
Aunque
la intimidad es otra cosa. Intimidad de verdad es lo que hay entre vos y yo,
Martín. Esa que te permite decirme que te calientan los cuernos que te pongo
cada día como guirnaldas, como ofrendas; esa que me despabila el corazón y el
sexo para decirte cuánto me gusta que él me tenga ganas y se las saque en mis
tetas, en mi concha, en mi culo y en toda mi piel que tanto le gusta –según dice-.
Llegamos,
decía, a la puerta roja y se abrió la caja de sorpresas. Íbamos a hablar de
sexo y al rato hablábamos de literatura. Empezamos con Benedetti y terminamos
con una penetración doble en un telo cerca de casa. La noche perfecta.
Desde
esa noche, todo fue vertiginoso, excitante, caliente. Y también conflictivo,
doloroso, desesperante. Te gusta y no te gusta. Querés que te cuente y sufrís
porque te cuento. Suplicás detalles y querés volverte repentinamente sordo para
no escucharlos. Odiseo moderno: en cada una de mis salidas, en cada tanguita
que vuelve húmeda y con olor a macho, escuchás el canto de las sirenas que atraen
y matan.
Casi
siempre cogemos a morir cuando vuelvo. Y esos polvos valen la pena el
sufrimiento de escucharme aullar por teléfono, en una cama ajena. Porque en
esos aullidos también estás vos. Siempre. Te amo, maridito mío. Cornudito mío.
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