miércoles, 11 de septiembre de 2013

La puerta roja

Una puerta roja era la consigna. Encontrarnos en la puerta roja. Encontrarnos con un desconocido con quien, sin embargo, ya habíamos tenido lo que suele llamarse intimidad.
Aunque la intimidad es otra cosa. Intimidad de verdad es lo que hay entre vos y yo, Martín. Esa que te permite decirme que te calientan los cuernos que te pongo cada día como guirnaldas, como ofrendas; esa que me despabila el corazón y el sexo para decirte cuánto me gusta que él me tenga ganas y se las saque en mis tetas, en mi concha, en mi culo y en toda mi piel que tanto le gusta –según dice-.
Llegamos, decía, a la puerta roja y se abrió la caja de sorpresas. Íbamos a hablar de sexo y al rato hablábamos de literatura. Empezamos con Benedetti y terminamos con una penetración doble en un telo cerca de casa. La noche perfecta.
Desde esa noche, todo fue vertiginoso, excitante, caliente. Y también conflictivo, doloroso, desesperante. Te gusta y no te gusta. Querés que te cuente y sufrís porque te cuento. Suplicás detalles y querés volverte repentinamente sordo para no escucharlos. Odiseo moderno: en cada una de mis salidas, en cada tanguita que vuelve húmeda y con olor a macho, escuchás el canto de las sirenas que atraen y matan.

Casi siempre cogemos a morir cuando vuelvo. Y esos polvos valen la pena el sufrimiento de escucharme aullar por teléfono, en una cama ajena. Porque en esos aullidos también estás vos. Siempre. Te amo, maridito mío. Cornudito mío.

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